Este discurso está dirigido a los grandes ausentes de la familia, porque la convocatoria a reunirnos en familia siempre la han hecho nuestros grandes ausentes. Sin ánimos de crítica alguna, a este país le hacen faltas muchísimas cosas, pero sobre todo le hacen falta familias sólidas como fueron las nuestras. Y este acto, que puede estar pleno y está pleno de alegría por los bien cumplidos 50 años de nuestro querido primo Otilito, significa, además, el fortalecimiento del sentido de familia en base a la memoria, no solamente del abuelo famoso, sino de aquéllos que son famosos en el silencio de nuestros corazones. Si cada familia de este país se estuviera reuniendo alrededor de su propia memoria, el país estaría pleno de paz del espíritu y no tendríamos las hambres dañinas de poder, de la riqueza, del dinero, de la abundancia material, es decir, las hambres que nos han separado, que nos han dañado los caminos de la legítima relación que establece la sangre.
En primer lugar, saludo y celebro las iniciativas de las familias Rodríguez, que han permanecido unidas, precisamente porque la memoria de sus viejos así lo ha determinado. Tenía yo la obligación de hacer este preámbulo, antes de enfocar mi discurso a esta primera memoria de Maximiliano Rodríguez quien nos reúne por segunda vez.
Discurso-
La figura emblemática del abuelo, a la que necesariamente asociamos el nombre de Maximiliano Rodríguez, hoy retoma el camino de la simbología. Ya no es el reciente dolor de la desaparición, no son los años de luto de sus funerales, n son los años de la nostalgia por una tumba perdida en el monte, no son los años de una espada (hablando de simbología) que soportó el silencio de la intrascendencia o del desconocimiento; se trata hoy de la glorificación de una idea que logró florecer y adornar como la más preciosa sobre la tumba ya descubierta, ya limpia, ya honrada con la señal de la historia.
A partir de estas fechas, 19 y 20 de Junio, del año del señor 2010, es histórico el nombre epónimo de Maximiliano Rodríguez para una familia que ha tenido fe en su pasado, como “
No por casualidad, los valores familiares en juego y en ejercicio, proveen estos frutos de fidelidad al amor y al recuerdo de nuestros antepasados, de estos viejos que se dedicaron a enseñarnos quiénes éramos unos y quiénes éramos otros, quiénes éramos los primos, quiénes eran nuestros tíos, nuestras tías, y qué amor y qué respeto des debíamos. Nosotros no necesitamos de la escuela para aprender cuáles eran los valores de la justicia, de la lealtad, de la familiaridad, del buen hombre, de la honorabilidad, de quererse por encima de los desniveles económicos, o de las divergencias ideológicas, o de las fallas humanas. Éramos de la familia y eso era lo que debía defenderse frente a los extraños.
Se nos enseñaba que la sangre dolía, a pesar de nuestros temores, a pesar de nuestras cobardías, pero la lección quedaba muy en alto, y de esa forma nosotros aprendimos el valor de nuestra sangre y junto a esta lección crecía el amor y la solidaridad, primero con la familia antes que con los demás. Crecimos con un gran sentido de comunidad y por eso para nosotros es sagrada la celebración de los cumpleaños. Los cincuenta de Otilito no son una casualidad, no son un cumplido, no son un pretexto o un simple motivo de reunión. Son la desembocadura natural de este río de amor de una familia que ha crecido con los principios de aquellos viejos rudos, fuertes, inflexibles, pero amorosos con sus hogares.
Podemos recordar situaciones dolorosas, situaciones de conflicto, situaciones de despego familiar, precisamente porque crecimos con esa conciencia de las distancias a que estaban estas cosas del amor familiar. Hubo muchos corazones desgarrados, situaciones a lo mejor imperdonables, pero siempre se encontró una salida, una respuesta, en la reunión de la familia, precisamente porque existe una sagrada memoria de familia. Y este acto merece llamarse “memoria de familia”…
Lo emblemático de este encuentro es el flujo silencioso de la valoración que aprendimos de llevar el apellido. Es el cordón umbilical que nos alimenta, que nos concede propiedad y pertenencia. Crecimos haciéndonos valer por nuestras propias voluntades, nuestros propios medios, sin saber que eso se llamaba autoestima. Esto no se aprende en la escuela; se aprende en nuestros fogones, en nuestras salas o en nuestros zaguanes, nuestras primitivas cátedras de amor.
Este presupuesto, poco común, lo poseemos porque en una u otra forma, todos hemos procurado construirlo y a todos nos ha costado alguna cuota de esfuerzo… Esta maravilla de hoy y de la historia de hoy, no es una estrella caída del cielo. Es una estrella que hemos hecho entre todos desde la tierra, para sumarla al cielo.
Revisemos los caminos, enderecemos las sendas, revaloricemos nuestras obras, remocemos los viejos principios, actualicemos las grandes memorias, cumplamos con el deber de enseñar a nuestros hijos lo que nos enseñaron nuestros padres y nuestros abuelos y cumpliremos a cabalidad con las generaciones que nos siguen, por la sangre y ojalá también por los principios establecidos en el seno de la familia. Es así como se hace labor de patria: primero fortalecer la familia, reafirmar la familia, cuidar la familia, para que poseamos los frutos sanos de unos hijos maravillosos, de unos ciudadanos maravillosos y de unos patriotas maravillosos. La escuela de la patria es la familia.
Esta es una de las tantas lecturas que hacemos hoy de una espada secreta, guardada, de un abuelo en su humilde silencio de su tumba, de una familia que ha sido una escuela callada y que se construye su propia historia, con los principios de los viejos y con la fidelidad del corazón al cada día de cada generación. Esto es lo emblemático de esta celebración. Es así como se pasa de la historia al símbolo, de la humildad a la glorificación. Este es el comienzo de la trascendencia. Y la trascendencia tiene como traducción en los seres humanos aquella capacidad de realizar una obra que permanezca en el tiempo.
La glorificación, la otra fase de esta contienda de merecimiento, es el premio en el tiempo por la dedicación al bien, por la constancia en el bien, por la disciplina en el bien. Es posible que hasta ahora no le hayamos puesto conciencia a estas virtudes de la familia, pero ya son una realidad cierta. Ese trabajo ya está hecho… Lo que pasa es que las obras permanentes, las obras de todos los días, pertenecen al silencio, pertenecen a la constancia muda. Quiero decir que todo esto que vemos hoy es construcción viva de nuestros viejos. ¡Señoras, Señores!, no tenemos derecho a servir!... lo que se ve no se discute. Tenemos el compromiso de seguir, de hacer tradición con las cosas que parecen pequeñas pero que una a una hacen el edifico de la historia.
Nuestros antepasados ya trascendieron en nosotros. Así tendremos que hacer con nuestros hijos y nuestros nietos. Esta glorificación en la familia es la gran lección de permanencia, propiedad y pertenencia… Lo mismo que a nosotros nos fascinó de nuestros viejos; sus cuentos, sus aventuras, sus hazañas, eso mismo tiene que fascinar a nuestros hijos y a nuestros nietos. Tienen derecho a encantarse con nuestros cuentos, nuestras aventuras y nuestras hazañas. Esto es construir historia, esto es hacer la memoria, esto es, desde jugar inocentemente con la espada del abuelo, hasta llegar a descubrir que se tiene un héroe en la familia y que tiene el poder, la facultad, el carisma de reunirnos en familia año a año. Este es el mayor monumento, la mayor honra para la memoria de Maximiliano Rodríguez… y el ritual continúa cada 15 de agosto, como continúa la vereda limpia hacia su tumba.
Creo que esta circunstancia, aparentemente intrascendente, va fortaleciendo cada día más los lazos de la familia. Creo que estamos en la ruta cierta de construir un país. Como una gran familia. Y ésta es obra de todos y un camino que comienza cada día.
Enrique Loyo.
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